Pájaros de celda: Robert Franklin Stroud




Modos de atravesar el día: primera parteesar el día I

Mi agradecimiento para esta entrada: a la bióloga Mariela Sánchez, por su paciencia con mis preguntas tan persistentes como su generosidad. A Dante Apaza, por las  maravillosas fotografías de los flamencos y colibríes. A Fabiola Rinaudo por su amistad.

En esta primera entrada al cuarto de maravillas encontraremos a Robert Stroud, un prisionero; una celda de 300 pájaros, a flamencos, colibríes, gorriones y canarios. Aparecerá un extraño pájaro sin alas, el árbol sicomoro y estaremos solos en la zona de fuga. Aprenderemos la importancia de estar atentos a nuestros 7 más cercanos y sentiremos la sombra de una madre inconveniente. Tiempo estimado: 35 minutos.

Pintar primero una jaula
con una puerta abierta
pintar luego
algo lindo
algo simple
algo bello
algo útil
para el pájaro

Jaques Prevert



El árbol de sicomoro es uno de esos en los que los pájaros añoran quedarse. Para ellos tienen un gran atractivo sus hojas oscuras de verde oliva, su frondosidad masculina y sus frutos embriagantes. Cuando el vuelo es agotador, simplemente un pájaro libre se sentirá seguro en los brazos de un sicomoro. Se parece a una morera, pero es un árbol que comparte cualidades con lo improbable: es el árbol de la vida y, a la vez, lo es del regreso de la muerte. Dormir en un sicomoro para un pájaro es hacerlo en la mansedumbre de su protección extraordinaria: entre el cielo y la tierra se eleva como una plataforma desde donde todo asume la claridad necesaria para el despegue. 

Para el pájaro el sicomoro es manso porque siempre estará ahí y él creerá que es eterno, pues un sicomoro puede vivir hasta unos 600 años y no importa de qué clase de pájaro hablemos, todos tendrán vidas mucho menos longevas que él. Un sicomoro en la trayectoria del pájaro es un milagro para aprovechar: soñar sobre sus ramas debe asemejarse a no extrañar absolutamente nada, como adormecerse sobre el pecho de quien se ama. Así, justo después de hacer el amor, cuando el cerebro está lo suficientemente nublado como para que la angustia destelle o susurre la inseguridad. Un pájaro puede sobrevivir unos días más si durante su ruta descansa en un sicomoro. 


Hay tantos modos de sobrevivir a los malos días como cantidad de veces en las que podemos evocar un mismo beso con abundantes y cavernosas intensidades. Incluso podemos enfocarnos en un beso que jamás hemos dado, en la piel que nunca hemos tocado o en los ojos que nos han mirado por única vez. Y empezarlo todo de mil maneras diferentes. Es que la evocación, la memoria y la imaginación son los únicos sentidos posibles cuando todo nos es negado. Así es la celda.

Las personas tenemos distintos modos de atravesar los días. Aquí escribo exclusivamente de la contingencia de subsistirlos. Sobrevivir parece algo sencillo ¿Qué cosa es más simple que respirar? ¿Qué acto más involuntario que el palpitar del miocardio? Todo eso tiene resonancias de los grandes mamíferos marinos de las profundidades oceánicas o de los insectos apresurados e ignorados la mayor parte del tiempo por todo el universo. Semejante a la herencia biológica, lo que es un simple mecanismo desantendible para unos, para otros una pequeña divergencia en el ajuste de sus piezas, resulta una catástrofe. Entonces, lo que a unos les fue dado ignorar, otros deberán descubrir, crear, planear o incluso, falsear. Se puede engañar, ya lo sabemos, cuando se trata de sobrevivir: fingiendo fuerzas o simplemente emulando a quien puede. 

De procedimientos espontáneos o tácticas apenas instintivas está sugerida la permanencia en la Tierra. Y se transforma en algo simple cuando misteriosamente se alcanza la gracia del olvido, siempre que sea a tiempo, en medio de nuestro esfuerzo cotidiano para no sucumbir aún cuando perdemos la brújula, la agenda y nos alejamos tanto de nosotros mismos o del deseo de lo que éramos, a distancias enormes en las que difícilmente podríamos reconocernos. Y de repente, somos solo el insecto: sus vísceras, sus huevos que cuidar, su vuelo vacío alrededor del alimento. Sístole, diástole, respiración, movimiento involuntario de los órganos, la mecánica del estrés y, con suerte -con mucha suerte y poco cortisol- la pupila abierta a la luz contigua a la tormenta. Así sucede cuando un bebé nace o en el instante imperceptible en el que el capullo estalla y una existencia persiste divergente sin saber todavía de lo que se trata. Sucede así porque nadie debiese nacer sin saber vivir. Sin embargo, no hay carta de navegación y súbitamente nos encontramos planeando con los motores apagados en el éter de los extraviados.

Los artilugios para salvar el día difieren de una persona a otra. Estos artificios me producen fascinación, tanta como las grandes epopeyas o héroes afectan la vida de otras personas. A mí, particularmente, el aprender lo que los animales y plantas hacen para sobrevivir me parece una academia privilegiada. Su sola explicación me ayuda a atravesar mi día. Será porque la redención o emancipación de esos procesos evolutivos me resultan siempre esperanzadores. Un modo irracional, claro; pero enteramente útil, al menos hasta hoy. Se trata sólo de pasar el día, a veces - la gran mayoría de los días de desventuras- esta redención es maravillosa y su capital, la fortuna.

Todos desconocemos los artilugios ajenos y sólo unos elegidos podemos repetir alguna vez el propio repertorio. Esa colección de momentos iluminados por hechos algo banales, quizás secretos o reconocidos por su reiteración, representan la oportunidad de asegurarnos un día más. Un día más no es poca cosa. Por lo general, vivimos más que los insectos pero debemos trabajar más que una abeja para atravesar esos días absolutamente temidos o vacíos. No todas las abejas viven la misma cantidad de días: una obrera 6 o 7 semanas, un zángano apenas 3 meses pero la reina puede durar hasta 5 años. Una abeja obrera puede llegar a recorrer aproximadamente más de 2 millones de flores en su vida. Si lo digo así, parece que vivir fuera un trabajo colosal. Pero a ellas ninguna flor le dirá que no, -incluso es una tragedia poco frecuente el ser devorada por una-, sabrá siempre lo que busca y tampoco una flor será muy diferente de otra: a la abeja sólo le basta con que la provea de su néctar necesario. El nuestro, en cambio y a pesar de todos los riesgos a los que los insectos se someten diariamente, es un jardín mucho más enmarañado.

Para quienes no nos fue dado el arte de manipular los astros, alterar el destino de los seres que obstruyen nuestro camino al bienestar y la voluntad del corazón de quienes no nos aman, nos resta únicamente encontrar un buen pretexto para pasar los días en los que el gris sedimenta sobre todas nuestras cosas. Tramoya, mecanismo o farsa son las palabras que componen la prescripción para atravesar el día. Invariablemente puede estar el amor y aunque lo esté no siempre resultará suficiente. Se necesita algo más, incluso para que el amor resista. Porque básicamente advertir cuál será el móvil que nos permitirá avanzar y atravesar el día, es un descubrimiento solitario.

Tal vez ese lugar, en realidad un momento en necesaria soledad, sea para nosotros lo que para los animales, especialmente para los rebaños de mamíferos, se denomina la zona de fuga . Esa es su tramoya. Una zona de fuga, explica Temple Grandin, es en síntesis la distancia necesaria entre un ser y su amenaza. "Es el espacio personal del animal y su tamaño está determinado por su nivel de domesticación o salvajismo". Algunos animales son totalmente mansos, dejan que la gente los pueda tocar y no tienen zona de fuga. Siempre depende del nivel de calma del animal, a mayor estrés la zona de fuga se amplifica y el perro pastor o el ganadero, por ejemplo, deben mantener distancia para no espantarlo. Ni domesticados totalmente, tampoco absolutamente salvajes, nuestra zona de fuga se vincula definitivamente con nuestros límites. Los límites, en general, son circunstanciales. No es ya la proximidad del perro pastor o la del ganadero con su rebaño, sino la experiencia del dolor, un umbral que se reconoce en soledad. Porque sólo en esta intimidad sería posible restituirnos ¿Pero cuánto tiempo conviene sostener esta tramoya de la zona de fuga?

Entiendo rudimentariamente que los modelos matemáticos de huida de animales - demasiado complejos para mí- son similares a la zona de fuga, sólo que determinan dos cuestiones interesantes para tener en cuenta. Primero, la huida propiamente dicha, el alejamiento del peligro (cualquiera sea: un humano, un depredador o un fenómeno natural). Segundo, la conducta de los 7 individuos de la misma especie que estén más próximos. La calidad de nuestra atención prestada a la conducta de los siete cercanos puede garantizarnos la supervivencia. Un buen observador de sus compañeros de bandada tiene más chances de atravesar el día con éxito que uno que solo se aísla, se separa o viaja distraído en el espacio sideral.




En la laguna de la Puna en Salta tenemos la belleza inesperada de los flamencos. Han dado las plumas para los ajuares incaicos y la fantasía de su presencia en lo alto y desértico. Pueden anidar a más de 6000 metros de altura, incluso han encontrado nidos en el mismo Lullaillaco. Este flamenco es un ave hermosa de un rosa bermellón que no teme a los volcanes. Sin embargo, si cualquiera de nosotros intentase aproximarse lenta y cuidadosamente a la orilla de la laguna, provocaría un disimulado movimiento de huida en sincronía con nuestra proximidad y velocidad. Al igual que los estorninos, aquí en el norte están los tordos músicos, esos pájaros de plumas negras y marrones que atraviesan el atardecer ruidosos y despabilados, todos juntos y pendientes de sus 7 más próximos. A los flamencos, sólo se los puede observar con un telescopio, tal es su temor. Si uno de ellos se atemoriza, los demás imitarían su conducta y todos se alejarían del foco temido. Todos estos movimientos son provechos evolutivos: deben hacerlo para sobrevivir. Así, la bandada es el equivalente a un organismo ¿Qué tan lejos y durante cuánto tiempo podemos permanecer en soledad hasta dar con la forma de atravesar nuestro atardecer? Si fuéramos pájaros, la respuesta es poca distancia y un corto período de tiempo. 



Cualquiera sea la forma de resistir el día, debiera ser muy similar a un aprendizaje por imitación. Imitar en ausencia de aquello que se remeda (de lo que se copia) es la antesala necesaria para alcanzar una primera claridad en nuestro enmarañado jardín. Así puede ser que uno se detenga durante horas en el mecanismo de los objetos, que dedique un tiempo a aprender o recordar el modo en el que los animales o las plantas se las arreglan para ser otros cuando lo necesitan y se sobreponen a lo oscuro con conductas o aspectos que nadie hubiera encontrado por ellos. Sucede también si enviamos un mensaje de texto a alguien cuya respuesta - a lo mejor fortuita y despegada totalmente de nuestro drama- amplía el día por horas o las extendemos con sólo pensar en la piel en la que nos encontramos tiernamente felices y fulgentes con inocencia y voluptuosidad. 

Y si de evocar para subsistir se trata, es conveniente recordar a John Keats con su prodigioso Touch has a memory: "El tacto tiene memoria". Los sentidos abren las puertas más rápido que la razón y la memoria muchas veces nos alcanza un cálido recuerdo de quienes fuimos. Así, lo enmarañado encuentra formas comprensibles, de a tramos la luz se hace posible y el día avanzará, sístole y diástole. La evocación es un sicomoro.

Ya sabemos que aún en pleno sol es posible ser sometidos por lo turbio. Todos recurrimos a algo, pequeño, efímero y olvidable para resistir. Una necesidad circunstancial. Días grises siempre vienen y es bueno conocer nuestras fuerzas. Muchas veces, no me atrevo a asegurar que siempre, pero sí que durante las más oscuras horas sólo tenemos como única oportunidad lo básico y rudimentario: nuestros cuerpos, nuestros sentidos. Como dice Nina Simone en su canción No tengo / tengo vida (Aint got no / I got life ) Tengo brazos, tengo manos/ Tengo dedos, tengo piernas/Tengo pies, tengo uñas/ Tengo hígado, tengo sangre/ Tengo vida, tengo mi vida.

Será por la misma naturaleza de su vuelo que desafía nuestras limitaciones, un pájaro es un animal extraño. Tan frágil y misterioso como una lluvia leve y fugaz. Tan potente como una tormenta eléctrica, así dramático. A veces lo es tanto que uno acaba por confundir su anatomía con la de los objetos.



Un pájaro puede originarse desde una pizca de materia, por ejemplo un colibrí. Este es un pájaro diminuto, del que en ínfimas oportunidades encontraremos sus restos sin vida ¿Acaso algunos de ustedes ha visto un cadáver de colibrí? Como si este pájaro se desintegrase para dejarnos en el enigma de su desaparición. El picaflor nace de un huevo que apenas si alcanza los 0,25 gr. Es algo tan pequeño que resulta increíble que ahí esté contenida toda la vibración que sobrevendrá cuando alcance el vuelo tornasolado y se detenga frente a nuestros ojos y seamos inmóviles para él, suyos por unos segundos. 

Toda jaula o celda debiera tener algo útil dentro de sí para ofrecer al cautivo la esperanza de un nuevo día, creo que a algo así se refiere Prevert. Cualquiera con inocencia imprudente se atrevería a asegurar que los pájaros enjaulados son algo menos que un ave. Es que, bajo estas circunstancias, ellos son aves diferentes. Los pájaros son seres extraños: incluso para mí que tantas veces los miro y muchas no los comprendo. Por suerte, la lucidez de Keats se detuvo antes en ellos; en su Oda a un ruiseñor, el poeta admite esta maravilla como un embeleso, en este caso no es la de cualquier pájaro, sí especialmente la del ruiseñor: 

Me duele el corazón y aqueja un soñoliento
torpor a mis sentidos, cual si hubiera bebido
cicuta o apurado algún fuerte narcótico
ahora mismo, y me hundiese en el Leteo:
no porque sienta envidia de tu sino feliz,
sino por excesiva ventura en tu ventura (...)


Hay una especie de pájaros llamada Kiwi que habita en Nueva Zelanda y que carecen de alas a la vista. En realidad, las suyas son alas vestigiales. Es decir, que ellas han perdido su función. Alas que no hacen el vuelo, de esto hay varios ejemplos. El kiwi, similar a la perdiz - y al fruto kiwi, para qué omitirlo - tiene hábitos terrestres y por este motivo y en un lento proceso evolutivo fue despojado de sus alas. Las que fueron sus plumas son ahora una especie de cerdas que lo convierten en un ave singular, más cercana a un diminuto jabalí que a un mirlo. Por adoptar costumbres extrañas a las de un pájaro, el kiwi no volará más y por muchas generaciones toda su especie deberá ser la de un pájaro sin alas. Y sin embargo, aún es el pájaro Kiwi.






El gran músico vasco Mikel Laboa en lengua euskera escribió Txoria txori, una canción cuya letra traducida al español diría algo así como El pájaro es pájaro y este es un breve poema de aprendizaje:
Si le hubiera cortado las alas hubiera sido mío
no se hubiera escapado
pero así hubiera dejado de ser pájaro

y yo lo que amaba era al pájaro.


Robert F. Stroud comprendió tempranamente que un pájaro es un pájaro siempre, aún recluido a las peores condiciones. Y como el colibrí, hubiese deseado poseer el prodigio del vuelo en retroceso para cambiar aquellos días malogrados. Stroud encontró luego de muchas circunstancias adversas, su zona de fuga. Supo cómo recomponer y devolver a la vida a los pájaros malheridos pero jamás dio con las puertas que lo alejaran de las celdas que lo sentirían vivir y morir como un cautivo insomne. Nadie es perfecto, las cosas se aprenden con la misma intermitencia que se nos acerca la dicha. Particularmente, Stroud se detuvo en canarios solitarios y gorriones enfermos. Fueron tres gorriones los que lo iniciaron en este misterioso salvataje.

Su historia podría ser la de cualquiera quien víctima de lo que parece una maldición de desconocidos orígenes, al fin destroza el espejo de Shalott. Stroud tuvo su celda y también, sus pájaros. No en Alcatraz, como se conoce por su alias - El Pajarero de Alcatraz-, sino que todo sucedió inicialmente en la penitenciaría de Leavenworth.

Un día cualquiera, Robert encontró en el patio de la prisión a esos tres gorriones malheridos y cuidándolos sanaron. Como aún no podían volar, los llevó a su celda. Su dedicación, la intuición de la cura y tal vez una insospechada empatía, los devolvió a la vida. Esa alteración en el destino de los débiles debió originar en Robert Stroud el alboroto de un minúsculo Creador en los días de la celda.

A los 13 años, Robert Stroud dejó la que fue su primera celda. Huyó de un padre alcohólico y de una infancia profusa en horrores. Había nacido en Seattle, en 1890, en una familia de origen austrohúngaro y sus padres fueron Elizabeth y Ben. Unos años más tarde, Robert conoció a Kitty de quien se enamoró y en sincronía con ese amor, también fue su proxeneta.

Hay días desgraciados y otros peores todavía. Uno de los días desgraciados de Robert Franklin Stroud avanzó en su plenitud cuando asesinó a un hombre durante una riña en la que defendió a Kitty de un agresor, que se negaba a pagar por sus servicios. Una situación aparentemente sin importancia, como cada uno de los hechos que inicia una cadena fatal. Lo que empezó como una simple riña entre los hombres, finalizó con la muerte del agresor al que Stroud mató de un disparo sin siquiera apuntarle, tal vez inmerso en la ira y el miedo que quitan el aire necesario para retroceder. Robert fue condenado y encarcelado en el Centro Correccional de la isla McNeil.


Con morfina hizo soportable algunos días en su celda hasta que lo descubrieron robando el dispensario del que se proveía y por ello recibió un castigo, además había golpeado a un enfermero. Así y todo, la sanción fue algo desmesurada, tal vez injusta por su gravedad: le prohibieron las visitas, incluida la de su hermano a quien no había visto desde hacía unos 8 años y por el que esperaba mes a mes. En otro día desgraciado de 1916, muy cercano a este, Stroud apuñaló a su guardiacárcel y como consecuencia fue sentenciado a la pena de muerte por ahorcamiento.

La nueva pena incluía la espera del día de su ejecución en una celda de aislamiento. De un modo milagroso, y es así como suele solaparse la ironía, la madre de Robert detuvo la ejecución pidiendo la intervención del presidente Wilson. El proceso se anuló a pesar la renuencia de otras autoridades y Stroud fue condenado a pasar el resto de sus días en una celda de aislamiento. Y esta será su verdadera maravilla.

El lugar donde se encuentra la prisión fue bautizado como "la isla de los Alcatraces" en 1775. El alcatraz construye sus nidos habitualmente en los acantilados, para facilitar su vuelo. Si lo hiciera en el llano -rara vez lo hace- gastaría mucha más energía para el despegue y alcanzar la altura para la caza. Así, fue que Stroud aprovechó esta posibilidad y llegó a tener en su celda a más de 300 gorriones y canarios, con la insoportable incomodidad que ello representaba. Stroud se convirtió en algo así como un experto ornitólogo, aunque como nosotros sí sabemos, sólo había logrado apartarse y observar. Escribió dos manuales sobre el cuidado de los pájaros, específicamente sobre sus enfermedades y uno, en particular, dedicado a los canarios.



Y así fue que otra vez la libertad tendría para Robert un precio muy alto. Contradiciendo los deseos de su madre, en medio de un proceso de apelaciones por su libertad, contrajo matrimonio y ese amor fue para ella como agudos tajos de cuchilladas, tal como la traición entra en profundidad traspasando nuestra piel. Su madre no soportó la desobediencia.

Ya concluyendo el proceso, un solo testimonio era imprescindible para finalizar y alcanzar la libertad condicional: el de su madre. Ella testificó; esta vez argumentó en su contra. Y la libertad condicional fue otro de las cosas por las que Stroud esperó y jamás llegó a tocar. No encontré nada de esta historia que refiera a ese día, sólo supongo que habrá sentido que desde el útero ya era un presidiario. El problema es cuánto se tardó en aceptar esa condición, en conocer verdaderamente las sombras que parecían amables y aprender que sólo es posible atravesar esos días consintiendo al pájaro de celda, en soledad.

Se escribió un libro sobre su vida, lo hizo Thomas Gaddis y lo llamó El hombre de Alcatraz. Luego, Burt Lancaster protagonizó el famoso film que transformara a Stroud en una verdadera leyenda: El pajarero de Alcatraz, la película fue estrenada en 1962. Robert Franklin Stroud jamás pudo verla. Al morir, su abogado dispuso de todos sus objetos y escritos, los reunió y los donó a sociedades de ornitología. 
Burt Lancaster en el papel de Robert Stroud: El Pajarero de Alcatraz
En la celda de la prisión de Leavenworth, antes de ser trasladado a Alcatraz, Robert Stroud tuvo la buena estrella, una excepción en su constante gris, de coincidir con un director desesperado por innovar en los métodos para cuidar la conducta de los prisioneros. 

Tal vez por los libros que le permitieron ver algo más allá de los muros, por el atractivo de su historia, Stroud conoció a una mujer con la que se escribía, quien también se interesaba por el estudio de los pájaros. Con el tiempo se enamoraron, a pesar de que él trató de persuadirla de que desistiera, consciente de que Alcatraz entre ellos era un verdadero obstáculo. No lo logró. Ella persistió en su amor, tanto que se casaron. La madre de Robert Stroud se había opuesto siempre a esa relación. Mucho más a que se formalice. Ella decía que todos los problemas de Robert habían comenzado con una mujer y que ahora otra sellaría su destino definitivamente infeliz.

Stroud murió a los 73, había pasado 54 años de su vida en la prisión. De todo ese tiempo que fue un pájaro más en su celda, Robert atravesó más de 15.300 días en soledad. Su reclusión en aislamiento, en total suma unos 42 años. Su madre, el calabozo del metal más insidioso que existió en esa isla, se aferró a la extensión de cada uno de esos días. Alguien debiese de haberle susurrado a Stroud que cuidase quiénes eran sus 7 más próximos. Porque cualquiera podría advertir que un centinela o un asesino condenado y envilecido en la reclusión serían más semejantes a lo humano que esta inconveniente madre llamada Elizabeth Jane.

De Robert Stroud se aprende la persistencia para atravesar sus días advirtiendo la necesidad del artilugio: los pájaros fueron su tramoya y él su sicomoro de sosiego dispuesto a prolongar sus días. En definitiva, para cualquiera que por necesidad deba escurrirse entre la brea de los días que porfiados se dificultan y que hacen que el tiempo sea el de la celda, habrá siempre pájaros cantando aquél diminuto sueño de alivio: dream a little dream of me.




Comentarios

  1. Muy bueno! llegué acá por Mariela

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    1. ¡Muchas gracias Diana! Mariela tiene mucho que ver con esto, agradezco tu visita.

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